Bajo incertidumbre, la intuición, el conocimiento parcial y las experiencias y suposiciones pueden más que lo racional. Una forma de entender por qué comemos lo que no debemos y hacemos lo contrario a lo que debiéramos en relación a nuestra salud.

Por:  Paulina Correa Burrows, MsC en Economía y PhD en Comunicación Aplicada, Universidad Complutense de Madrid.

Salvo excepciones, decisión, incertidumbre y riesgo van en el mismo paquete. Toda decisión, aunque haya sido planificada cuidadosamente en todas sus alternativas, implica un potencial incierto para un resultado positivo o un resultado adverso. Al margen de su trascendencia, toda elección conlleva en sí misma un riesgo.

Asumir riesgos es inevitable y hasta necesario. Va de la mano con el progreso, la innovación y el emprendimiento. Quien nada arriesga nada gana. Pero no es menos cierto que la línea que separa el riesgo bien calculado del error lamentable es en extremo delgada. El proceso de tomar decisiones en condiciones de incertidumbre ha despertado el interés de muchas disciplinas científicas y ha dado lugar a una teoría formal de la toma de decisiones. Puestos a decidir bajo incertidumbre, de las personas se espera que seamos capaces de evaluar las ventajas e inconvenientes de cursos de acción alternativos, que dispongamos de información suficiente y que tengamos metas claramente definidas. Desde un punto de vista estrictamente racional, el camino que lleva a la elección óptima se asemeja a un proceso matemático, con reglas bien definidas, que garantiza un resultado correcto. Eso es en la teoría, porque en la práctica la intuición,el conocimiento parcial y el recurso a experiencias o suposiciones que unas veces son acertadas y otras no lo son se imponen a toda lógica…por deseable que ésta sea.

 Búsqueda vs. Aversión al Riesgo

Los psicólogos israelíes Amos Tversky y Daniel Kahneman propusieron un enfoque alternativo al constatar en múltiples trabajos de investigación que las personas vulneramos sistemáticamente los supuestos de racionalidad en la elección bajo riesgo.

En contextos de incertidumbre, las evaluaciones de probabilidad de cada resultado posible o de la utilidad derivada en cada caso pocas veces se rige por las leyes de la probabilidad. De hecho, lo habitual es utilizar reglas de decisión intuitivas, que conducen a juicios inexactos y que se generan a partir de la interpretación de la información disponible, aunque los datos no sean lógicos o no estén relacionados entre sí.

Esto ocurre porque el cerebro humano no es capaz de procesar toda la información sensorial que recibe y necesita, de alguna forma, filtrar dicha información. No tiene nada que ver con las habilidades matemáticas o los conocimientos de estadística que poseamos.

Entre las reglas intuitivas de decisión, llamadas también sesgos cognitivos, identificadas por Tversky y Kahneman, hay dos que están estrechamente relacionadas con la preferencia por el riesgo: accesibilidad y sobreconfianza.

 Accesibilidad: la explicación de falta de aversión en salud

El sesgo de la accesibilidad es una tendencia a valorar las probabilidades sobre la base de los ejemplos más sencillos que acuden a nuestra mente. Evaluamos la probabilidad de un acontecimiento según la facilidad con la que evocamos situaciones de la misma o muy similar naturaleza. Los ejemplos o casos de dicha clase que sean fácilmente recordados serán considerados como más frecuentes que aquellos que requieran un mayor esfuerzo para su evocación. Este sesgo explica buena parte de nuestra falta de aversión al riesgo en el ámbito del cuidado de la salud y hasta de nuestra vida. Quienes argumentan que fumar no es malo para la salud basándose en que “alguien conocido” (casi siempre un abuelo o un tío) vivió hasta una edad muy avanzada y fumaba varias cajetillas al día, son víctimas del sesgo de la accesibilidad. Lo mismo ocurre a quienes se saltan las medidas de seguridad en el trabajo, señalando que tras años de experiencia en el rubro jamás les ha pasado nada, o a quienes conducen muy por encima del límite de velocidad permitido porque llevan haciéndolo toda la vida sin haber tenido jamás un accidente y, por supuesto, a quienes siendo consumidores habituales de comida chatarra temen más a morir en un accidente que a morir de un infarto o accidente vascular. Todas estas situaciones tienen un punto en común: se sobreestima la importancia de la información disponible, lo que lleva a extraer conclusiones erróneas.

 Sobreconfianza: sobre estimar el éxito de las decisiones propias

El sesgo de la sobreconfianza se refiere básicamente a una discrepancia entre las estimaciones subjetivas y la evidencia observada. Si lo estimado es mayor que lo observado se produce un exceso de confianza. Aunque es posible el sesgo por subconfianza o la ausencia de sesgo, investigaciones en el campo de la economía, medicina, psicología, matemática y lingüística han permitido concluir que los individuos presentamos una propensión general al sesgo por exceso, que nos lleva a sobre estimar el éxito de las decisiones propias, de nuestras capacidades y de los resultados futuros.

Somos irracionalmente optimistas, incluso cuando hay mucho en juego: salud, dinero y amor. Los aficionados a tomar sol sin protección subestiman la probabilidad de ser diagnosticados de cáncer a la piel, el tipo de cáncer con un mayor número de diagnósticos al año. Un fenómeno ocurre también entre los fumadores respecto al cáncer de pulmón o al enfisema. Al parecer, la frase que nos identifica en este sentido es: “A mí no me va a pasar”. El éxito de los juegos de azar, particularmente de los que reparten premios multimillonarios, se debe al sesgo por exceso de confianza, del que los casinos y casas de apuesta han sabido sacar buena rentabilidad. Y si por cada 100 matrimonios celebrados ante un oficial del Registro Civil en Chile, otras 118 parejas casadas inscriben su quiebre matrimonial en esa entidad pública (datos de 2012), bien dicen por ahí que el matrimonio es el triunfo de la esperanza sobre la evidencia.

 Riesgos voluntarios e involuntarios

Está claro que no existe un seguro para acertar en cada una de las decisiones que enfrentamos a diario. Pero si la falta de aversión al riesgo conduce a una pérdida contrastada y evidente de bienestar, que puede ser medida no sólo en términos de dinero sino también como años de vida libre de enfermedad o simplemente como años de vida, ¿se justifica destinar recursos públicos a la reducción de riesgos concretos? El jurista estadounidense Cass Sunstein sostiene que nuestra respuesta a esa pregunta depende de la percepción que tengamos de la naturaleza voluntaria o involuntaria del riesgo.

El ciudadano medio tiende a considerar como menos problemáticos los riesgos en que ha incurrido voluntariamente y eso explicaría, entre otras cosas, la dificultad para legislar en torno al consumo de tabaco, la venta de comida chatarra en los colegios o la falta de actividad física; todas ellas fuentes de riesgo que han generado un cuerpo de evidencia científica más que respetable sobre el impacto en la salud de la población. El razonamiento es simple: si para la opinión pública no es un problema, es difícil que estas cuestiones pasen a integrar la agenda política.

El juicio sobre el carácter voluntario de los riesgos debería basarse idealmente en tres aspectos: 1) la disponibilidad de información sobre la existencia o magnitud del riesgo o los costes de conseguir esa información; 2) los costes asociados a evitar el riesgo o a reducirlo; y 3) la compensación o beneficios obtenidos.

La realidad es menos sofisticada y bastante más segada. Es muy habitual una valoración subjetiva de intencionalidad, motivaciones y responsabilidad.

Los riesgos tienden a ser percibidos como voluntarios cuando la intención no parece meritoria o altruista; el motivo para incurrir en el riesgo es precisamente la incertidumbre que le rodea; y cuando es posible responsabilizar al individuo de los resultados adversos. La mayoría de los riesgos que implican un daño para la salud resultarían ser voluntarios con cargo a esta última perspectiva de análisis y muy probablemente involuntarios si se conduce un análisis de costes y beneficios. El resultado de esto es la noción ampliamente extendida de que no se debería prohibir a la gente incurrir en determinados riesgos si éstos se han asumido “voluntariamente”. Pero incluso suponiendo que hay casos de riesgo voluntario, que es como la mayoría de la gente percibe acciones como fumar, consumir comida chatarra, prescindir del casco al andar en bicicleta, descartar el uso de

protección solar en actividades al aire libre o conducir y hablar por teléfono al mismo tiempo, es posible que quienes incurren en ese tipo de acciones mejoren su bienestar y su calidad de vida futura si existe legislación para reducir esos riesgos. Visto así, el carácter voluntario de los riesgos no invalida su regulación. Si además se tiene en cuenta que la elección bajo incertidumbre está dominada por sesgos cognitivos difícilmente controlables, cualquier argumento a favor de una legislación más proactiva del riesgo sale fortalecido.

En caso de riesgo voluntario, como fumar, consumir comida chatarra, prescindir del casco al andar en bicicleta, descartar el uso de protección solar o conducir y hablar por teléfono al mismo tiempo, es posible que quienes incurren en ese tipo de acciones mejoren su bienestar y su calidad de vida futura si existe legislación para reducir esos riesgos.

El sesgo de la accesibilidad es una tendencia a valorar las probabilidades sobre la base de los ejemplos más sencillos que acuden a nuestra mente. Evaluamos la probabilidad de un acontecimiento según la facilidad con la que evocamos situaciones de la misma o muy similar naturaleza.

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