Hoy día desde una óptica de la antropología de la alimentación, es preciso hablar de “las cocinas chilenas”, de un conjunto de singularidades culinarias que se crean y recrean en áreas geográficas y culturales.

Por:  Sonia Montecino, Profesora Titular, Vicerrectora de Extensión, Comunicaciones y RR.PP, Universidad de Chile

Como toda cocina, la chilena es producto de una estructura gestada desde antiguo que ha ido incorporando, desechando, releyendo y adoptando nuevas técnicas, productos y símbolos en un mestizaje permanente que permite, al deconstruirlo, conocer cambios y continuidades en el  consumo de ciertos platos. Chile posee una larga tradición cultural, previa a la llegada de los españoles, en la cual los pueblos originarios sembraron una matriz alimenticia ligada a productos, recetas y signos, que marcaron el gusto que tenemos por consumir determinadas preparaciones. Ya en el período prehispánico los contactos entre grupos diversos impactaron en la cocina, emergiendo desde ese entonces una pluralidad de estilos.

Un importante influjo, rastreable hasta hoy día, fue la del área andina. La penetración incaica significó un aporte a las tradiciones alimenticias mapuches en la medida en que, por un lado, sus técnicas de cultivo e irrigación permitieron un desarrollo agrícola en el valle central, y por otro, sus colonias de mitimaes difundieron, seguramente, formas de preparación de ciertos alimentos, como lo atestiguan las actuales denominaciones de ciertos platos. Recordemos que el territorio desde Aconcagua hasta Chiloé fue habitado por este grupo, dominante asimismo en los mestizajes y cruces con los españoles en la zona central y sur. Los mapuches practicaban, sobre todo en la zona sur, más ajena a los influjos incas, la horticultura, la caza y recolección, así como una incipiente ganadería al arribo de los españoles.

De acuerdo a Eugenio Pereira Salas (1977) la cocina chilena se nutre de tres tradiciones: la indígena, la española y las extranjeras, especialmente la francesa. En el primer caso, su aporte es a través de las materias primas; en el segundo, en los hábitos y usos culinarios y en el tercero, en ciertas técnicas de preparación y en la “sofisticación” del consumo. Su trabajo nos permite también asomarnos a un conjunto de representaciones que forman parte del imaginario alimenticio chileno. Como por ejemplo, la escena “originaria” en la que Inés de Suárez rescata de la destrucción indígena liderada por Michimalongo, de la recién fundada Santiago (el 11 de septiembre de 1541), dos cerdos, dos pollos y dos almuerzas de trigo.

Estos alimentos, de marcado carácter hispánico, se construyen como una especie de relato fundante de la cultura culinaria criolla. Como en toda América, los españoles pusieron sus esfuerzos en el cultivo del trigo y en la tecnología para elaborar pan. Consigna, por ejemplo, en el Santiago de 1614 treinta y nueve molinos de agua, y el hecho que eran las mujeres indígenas quienes lo amasaban y producían para las casas y el comercio.

Pero, sus quejas de “hambre”, sobre todo en los inicios de la conquista hablarán de su rechazo inicial a las comidas y productos de los mapuches, pero también da cuenta de lo que hemos llamado “la guerra de las comidas” (Montecino, 2004). Un bosquejo de estos productos mapuches nos entrega Walterio Meyer (1995): “Las plantas de cultivo eran, en primer lugar, el maíz, la quínoa y las papas, enseguida el madi, los porotos, zapallo y el ají: dos gramíneas que han desparecido por completo: el bromas mango y la truya, suministraron harina.…También los indígenas, antes de la conquista, sabían fabricar numerosos brebajes fermentados, valiéndose de los frutos y semillas silvestres de la exuberante flora araucana. Utilizaron las del litre, del maqui, de la luma y de la murtilla, de la quínoa y de la frutilla silvestre. La bebida araucana por excelencia fue la chicha de maíz, el mudai: obteniendo la levadura para la fermentación por medio de la saliva de la masticación de los granos por las mujeres”.

A diferencia de lo ocurrido en México, los mapuches nunca confundieron a los españoles con dioses y escondían los alimentos y el oro, persuadidos de que eran personas como ellos. De este modo, el mestizaje en torno a la comida se habría producido, en los inicios de las relaciones interétnicas por la compulsión de la guerra, en la cual cada bando asimilaba lo del otro sin poner en cuestión el carácter de sus productos. Más adelante, ambos “gustarán” de los alimentos de una u otra tradición, produciéndose las mezclas, adopciones y rechazos correspondientes.

La información histórica, nos informa que la trilogía vegetal mapuche de maíz, papas y porotos será la base de la dieta de españoles e indígenas. A fines del siglo XVI muchos guisos como el de chuchoca, el de cochayuyo, el de luche y las humitas, el pilco, el locro, convivían con las carnes y los pescados, constatando que el ají será parte de la alimentación desde muy antiguo. Por otro lado, coexistían tres tipos de panes de trigo: la tortilla al rescoldo; el pan español con grasa y miga, y el pan chileno aplastado y con mucha cáscara. Es muy posible que la preparación denominada catuto o miltrin, que define a una suerte de “pan” de maíz o trigo cocido y molido, también estuviera presente, pero como consumo exclusivo de los indígenas. Esta preparación ha perdurado a lo largo del tiempo, siendo frecuente su ingesta en la actualidad en sectores  mapuches, campesino y urbano populares del sur de Chile, así como se mantiene entre campesinos de la zona central.

Sin duda, el aporte dulce, a través de los postres provenía casi exclusivamente de la tradición española (como los suspiros de monja, las rosquillas de alfajor, las sopaipillas, los hojaldres, etc.) complementados con el consumo de frutas nativas (como la murtilla, el maqui, el molle, el peumo, chirimoya y lúcuma). El vino, desde muy temprano, fue un marcador gustativo común a españoles e indígenas, aunque estos últimos preferían la chicha, y desde muy temprano también (1558) se promulga la ley seca por la afición que ambos tenían a las bebidas alcohólicas.

En el siglo XVII se produciría lo que Pereira denomina la “abundancia barroca”, otorgando un peso crucial a la venida en gran número de mujeres españolas que gravarán con su impronta a la cocina y cuisine de la época. El charqui de carne, en ese período será fundamental, así como la profusión de una repostería producida por las monjas. Se suman a los productos ya adoptados, otros nuevos como el pavo y frutas como la sandía y los melones, las manzanas y duraznos. Del mismo modo se consolidan el mate y el chocolate como bebidas ampliamente ingeridas.

El primero, signando al mundo popular y a las reuniones o tertulias, y el chocolate a la  aristocracia en sus desayunos y fiestas. Pero será el siglo XVIII el que produzca un escenario más “cultivado” en los sistemas alimentarios de las élites: aparecen los tratados de “urbanidad”, diversas fábricas (de chocolates, panaderías, de fideos, etc.) y una preocupación gastronómica (las casas de las clases altas competirán por sus guisos y por las maneras de mesa). En las regiones aparecen platos emblemáticos o con denominación de origen como el “pavo mechado”, “lechoncitos en cuna de arrayán florido”, los quesos de Limarí, la torta de Combarbalá, en el norte chico. En el centro y sur el queso de Chanco, la chupilca, los sopones, el dulce de queule, el pulmay, chapaleles, curanto etc.

Este panorama alimenticio por cierto es el de las clases en el poder, el universo popular e indígena tenía como base de la dieta los porotos, el ají y la harina, el mote, la carbonada y diversos caldillos. En las fiestas, fueron comunes las empanadas, las sopaipillas, la cazuela, los chupes, el pescado frito y en fondas y ramadas el asado al palo. La chicha y el mate siguen siendo las bebidas populares y la introducción del té y el café, como una moda peruana, se acantona en las clases altas. Con el tiempo y sobre todo en las zonas urbanas, el té desplazará al mate en el mundo popular, el cual será signo de consumo de las provincias, del mundo campesino e indígena rural.

En relación a la empanada, Eugenio Pereira consigna que ya en 1807 era un guiso reputado como “nacional” y que en 1652 hay rastros de su ingesta. Sin duda esta empanada “chilena” es fruto de un mestizaje como la denominación de “pinu” de su relleno lo indica (es una palabra mapuche que designa trozos de carne cocida). El pino consiste en un picadillo de carne, cebolla, pasas, huevos y ají. Es bien sabida la controversia que existe en América Latina sobre la propiedad” de las empanadas: “Por todas nuestras repúblicas se entabla la muy conocida disputa sobre las “empanadas criollas”: cada país y aún cada región pretende que las suyas son auténticas; y en Chile mantienen que han de ser aceitosas hasta que el aceite escurra y gotee “por el cobdo ayuso” como la sangre de la espada de Minaya Alvar Fánez” (Alfonso Reyes, 1998). El mismo autor indica que las sopaipillas derivan de la sopaipa árabe-española mestizadas en Chile con un baño de chancaca.

Es interesante destacar que todos estos platos que Pereira relaciona con el mundo popular, campesino y de las clases bajas son hoy día preparaciones generalizadas en Chile –tanto en las clases medias como en las bajas, por lo cual podríamos hipotetizar que lo que se extendió como tradición fue la del mundo mestizo popular.

De este modo, a fines del siglo XVIII se puede ya hablar de la existencia de una “cocina chilena” fruto del mestizaje hispano mapuche. A mediados del siglo XIX se constata la división entre una cocina aristocrática y una popular que comparte algunas preparaciones. Del mismo modo hay una separación clara entre los emergentes restaurantes y confiterías y las cocinerías y picanterías. A fines de este siglo, se ve la impronta de la tradición culinaria francesa (con cocineros traídos para el servicio de las casas de la aristocracia y que luego abren sus propios restaurantes), así como los aportes de las colonias alemanas del sur y las italianas. En los inicios del siglo XX las mesas de las clases altas y las medias y bajas mantienen sus diferencias, más cercanas las dos últimas y alejadas de la primera que se afrancesa e internacionaliza.

Hoy día desde una óptica de la antropología de la alimentación, es preciso hablar de “las cocinas chilenas”, de un conjunto de singularidades culinarias que se crean y recrean en áreas geográficas y culturales como el norte grande y chico, la zona central y el sur. Sin duda se comparten en todas las regiones ciertas preparaciones como la cazuela, las empanadas, el pastel de choclo, no obstante las recetas tendrán variaciones de acuerdo a cada zona. Por otro lado, signos, condimentos y gustemas distintivos del consumo de cada espacio culinario serán enarbolados como parte de las identidades regionales: los picantes, el rocoto y el arroz en el norte, las humitas y el ají verde en la zona central, el merkén, el curanto y los dulces en el sur, los asados de cordero en el sur austral y así. La transmisión transgeneracional de esas recetas y sus sentidos cotidianos o festivos pone de manifiesto que se trata de saberes patrimoniales en los cuales es posible leer la gramática de una multiplicidad de gestos culinarios asentados en el tiempo y en la diversidad social y étnica que los sustenta.

Lenguajes, imaginarios y sabores.

En los pliegues más profundos de nuestra cultura este lenguaje que es la cocina extiende sus sentidos sobre las estructuras sociales, pero también subyace a los imaginarios que la legitiman. Apreciamos, por ejemplo, que el habla coloquial chilena está plagada de metáforas, analogías, metonimias relacionadas ya sea con los productos alimenticios, sus técnicas de preparación o con los platos, y su profusión pone de manifiesto la importancia de lo culinario en las constelaciones de significados y su peso en las definiciones y categorizaciones de género, de clase, generacionales, etc.

Si partimos por los animales comestibles, el apetecido molusco llamado choro (Mytilus chorus) posee una gran polisemia que va desde el choreo como acción de robar y enojarse, a choro como una persona valiente y decidida, que sobresale o es notable en alguna cosa (también se extiende esta cualidad a los objetos). Choro es palabra quechua, los mapuches los llamaban pellu” “…unos choritos, más lo toman pro verenda mulieris” (Lenz, 1910) y a los pequeños de ríos y lagos dollem o dollüm (Augusta, 1991).

Los genitales femeninos son llamados vulgarmente de ese modo y también a los sujetos del hampa. Se le asocia al “roto” (un roto-choro), al sujeto masculino popular, y existen múltiples exclamaciones que usan el término. Como “sacar los choros del canasto”, “estar choreado”, etc. (Se recomienda ver Academia Chilena, 1978).

Asimismo el chancho, un animal introducido por los españoles y muy apreciado en las mesas de la zona centro y sur, posee sentidos conocidos como “sucio”, traidor, sinvergüenza; pero también se dice de ese modo a los glúteos de las mujeres y a un tipo de pebre: el “chancho en piedra”.

Es interesante notar que tanto en el caso del choro como del chancho hay un correlato de género (femenino), que sin duda se liga al nexo popular entre sexualidad y comida (“comer” opera como sinónimo de fornicar y de deseo). “Comer la color”, significa ser infiel con la esposa de otro. Por otro lado, “la color” designa un condimento muy extendido en el país preparado a base de manteca y pimiento seco y molido (páprika) que se utiliza como base de una serie de platos emblemáticos como el pastel de choclo, los chupes y variados guisos. La designación de la mujer como “la color” es una metáfora de su tono rojo con la menstruación.

Por otro lado, se habla de los “trutros” de las mujeres –un término mapuche para designar las piernas de las aves– y de sus “pechugas”, connotando al cuerpo femenino con las cualidades de las gallinas y de las aves comestibles en general. Últimamente, y quizás ligado al mayor poder adquisitivo que permite consumir más carne de vacuno, se clasifica a las mujeres bellas y deseables como de “filete” –el trozo más caro del animal– y generalmente a las que pertenecen a las clases altas.

También técnicas culinarias como lo frito y lo cocido sirven para expresar diversas ideas: “estar frito” significa no tener salida; “cocinar” las cosas supone tenerlas preparadas de antemano –sobre todo en política–; “destapar la olla” es sinónimo de develar los secretos y conflictos. Formas de preparación, por su lado, como lo picado, sirven para connotar el enojo y el resentimiento.

Los sabores son otro campo de términos donde se manifiestan las diferencias sociales, sobre todo “lo picante”. Picante alude a las preparaciones que llevan ají como condimento (y a veces ajo) y sirve para designar despectivamente a quienes provienen del mundo popular, a las actitudes vulgares y en general para demarcar la pertenencia –de personas y cosas– a las clases bajas. Deriva de este término “picantería” que alude a un restaurante popular, a un conjunto de personas estimadas como picantes, y a las conductas propias de éstas. El sabor amargo, se usa para calificar a alguien de “amargado” generalmente referido al resentimiento social y el salado, para denotar algo caro, costoso. Lo dulce, posee connotaciones ligadas a la suavidad y a la ternura –sobre todo femeninas– y a la sexualidad: “tirarse al dulce” expresa el acoso y seducción de los hombres hacia las mujeres.

Si el habla coloquial retoma lo culinario, no podemos dejar de mencionar la presencia de una “narrativa” sobre la cocina chilena producida fundamentalmente por poetas quienes han creado imaginarios que se anclan en platos, regiones y productos. Entre ellos, el notable texto de Pablo de Rokha (1969) “Epopeya de las Comidas y Bebidas de Chile” constituye una verdadera exégesis poética de la cocina popular. Por su lado, Pablo Neruda construyó en un poema al caldillo de congrio como un plato– emblema y a la cebolla como un objeto de múltiples sentidos. Por último, la poeta Delia Domínguez con “Clavo de Olor” (2004) y Huevos Revueltos (2000) inscribe sabores, aromas y especies en sus poemas dedicados a Osorno.

De esta manera, el espesor simbólico que entrañan las cocinas chilenas, pone en escena la historia cultural que nos ha modelado y la que reconstruimos día a día con el gesto de comer aquello que nos produce placer y distinción. De mestizaje en mestizaje las matrices de lo antiguo se entreveran con lo nuevo, siempre al interior de una sintaxis que escribe la pertenencia a una comunidad que se cierra y abre, como una boca, en el deleite de las recetas que nos permiten modular un nosotros.

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